Disbabelia (Número 20 – Año 2016)

ISBN: 978-84-8448-869-9 – Nº 20/2016
EDITA: Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial

LOS VERSOS DE LA MUERTE.
Robert le Clerc de Arras y Adam de la Halle

Traducción, introducción y notas de Antonia Martínez Pérez

 


La Muerte constituye un tema nuclear en la literatura medieval, casi tan omnipresente, ineluctable e imperecedero, como ella misma lo era. Su invocación es continua y atrae a los más importantes autores medievales, Danzas de la Muerte, Jorge Manrique, Villon… Robert le Clerc de Arras compone una importante colección de poemas sobre el tema, Les Vers de la Mort, cuya primera traducción al castellano se presenta en este libro. Con anterioridad Hélinand había afamado extraordinariamente el espécimen, ahora Robert le Clerc lo amplía y consolida en sus casi cuatro mil versos de una riqueza lingüística y literaria extraordinarias. Cumple con el cometido parenético y persuasivo de esta literatura y, sobre todo, lleva a cabo, con gran aliento poético, una cierta interiorización personal, una implecable crítica de la perversión moral que le rodea y una imagen inigualable de la sociedad monetaria y urbana del siglo XIII.

A la consolidación del género también contribuye Adam de la Halle, quien, con un número escaso de estrofas -aquí traducidas-, sintetiza los elementos básicos que caracterizan a la Muerte y su actuación. Ambos, como compañeros en el oficio, dejan vislumbrar de manera tenue una dramática confesión a modo de transformación espiritual, que los sitúa en el ámbito de la autorrepresentación. La Muerte en ellos, parlante e hiperactiva, supera la mera interpretación didáctico-moralizante y adquiere un cierto matiz intelectualista y urbano que contribuye a la apertura de una poeticidad diferente.


 

 

PRÓLOGO
 
 
El tema de la muerte es una constante inevitable en toda forma de cultura y no lo es menos en la nuestra. De los primeros textos medievales sobre el martirio o sacrificio del héroe al pensamiento existencialista y heideggeriano del hombre como “ser para la muerte” (Sein zum Tode) no ha dejado de estar presente.

Sin embargo, es manifiesta la ocultación de la muerte en nuestra época frente a la ostentación funeraria de las épocas medieval y antigua. En la corta esperanza de vida medieval, la muerte era algo familiar, cotidiano e inmediato. Los más antiguos textos hagiográficos nos la presentan como tortura y martirio (Secuencia de Santa Eulalia) o con la grandiosidad heroica de la muerte del cruzado con el guante tendido al cielo y los ángeles subiendo triunfalmente su alma (Cantar de Roldán). En el siglo XV, en contraste, un condenado a la horca compone una balada en la que como ahorcado se dirige a los viandantes, señalando su cuerpo lavado por la lluvia, desecado y ennegrecido por el sol, vaciadas las cuencas de sus ojos por los cuervos y el resto de su cuerpo movido a merced del viento como un andrajo (Balada de los ahorcados de François Villon).

No se concebía sentimiento ni actividad humana al margen de la muerte. En las Danzas macabras están presentes todos los oficios de la sociedad rural y de la urbana; y en la narrativa cortés, amor y muerte forman una pareja inseparable. La leyenda de Tristán e Isolda –historia de amor y muerte– fue el referente mítico de trovadores y narradores. Incluso el esplendoroso mundo artúrico estaba condenado a su desaparición.

Son muchos los siglos medievales, y sus cambios, para poder hablar de una concepción de la muerte única y unívoca. Se podría señalar dos formas de pervivencia sobre la muerte: la sobrenatural, la del alma que abandona el cuerpo; y la terrenal por la fama y la conmemoración. El rito por excelencia cristiano, la misa, es una conmemoración por mandato divino. La memoria funeraria y la interrelación ritual con los muertos ocupan un lugar importante en los primeros siglos medievales.

La visión cósmica medieval, uniendo en un mismo y delimitado espacio lo humano y lo divino, facilitaba la inmediatez y la interración entre vivos y muertos. La iglesia y el clero desempeñarán la función mediadora entre unos y otros.

Si para el hombre moderno la muerte es algo futuro a olvidar para mantener la expectativa de existencia; para el medieval, el sentido y el valor de su existencia lo dan sus antepasados: ellos establecen su linaje y las costumbres y las conductas a imitar. Es decir, la muerte y los muertos condicionan su presente por su pasado y, también, su destino futuro.

Los vivos podían ayudar a los muertos por medio de sufragios; de especial importancia con la aparición del purgatorio; y, a su vez, las reliquias de los santos favorecían a los vivos. Los monjes de los monasterios, en un primer momento, monopolizaban los enterramientos de los poderosos, las oraciones por su salvación y los servicios conmemorativos. El enterramiento en la iglesia, espacio sagrado y de objetos sagrados, era una forma de reconomicimiento del status social. En cuanto a la población en general, en torno al año 1000, establecen las aldeas y las iglesias en el lugar de los cementerios que representaban el arraigo y la formación de la conciencia de la pequeña comunidad. El espacio de los enterramientos pasa a ser de gran actividad y vida: lugares de refugio y asilo, de reunión y acuerdos, de impartición de justicia y de mercados, de fiestas y de entretenimiento.

Con la consolidación del poder feudal y señorial, los centros religiosos se convierten en instituciones que conservan la memoria de difuntos y antepasados con servicios lingüísticos a cambio de rentas o tierras. A la iglesia le interesa que se cumplan las donaciones testamentarias de los difuntos y aparecen los relatos de aparecidos: difuntos que volvían a recordar a sus herederos las obligaciones contraídas con la iglesia y con su memoria. Esta especie de contrato de salvación de entrega de bienes materiales a cambio de la salvación eterna facilita el enriquecimiento y poder del clero. Su codicia y rapacidad es denunciada por un trovador, contemporáneo de Robert le Clerc: “Ni el milano ni el buitre/ olfatean tan pronto la carne podrida/ como los clérigos y los predicadores/ huelen dónde está el rico./ Inmediatamente se hacen sus íntimos,/ y cuando la enfermedad los agobia/ le hacen hacer tal donación/ que los parientes no reciben provecho”.

El trovador citado -Peire Cardenal- alude a las órdenes mendicantes (dominicos: “orden de predicadores”) y a su presencia impuesta en los últimos momentos de la vida: última confesión, extremaunción y testamento. Franciscanos y dominicos desarrollaron un género de sermón particular compuesto en memoria de un difunto. Se recopilaron en colecciones de mortuis, que además de recordar la necesidad de rezar por los muertos proponen modelo de comportamiento para los vivos. Las órdenes mendicantes se encargaron rápidamente de concentrar los sufragios por los muertos en particular de las élites urbanas en cuyos conventos se inhuman. En el siglo XIII, se pasa, pues, a una concepción menos colectiva y más individual del mundo de los difuntos. La compra de sufragios y misas de los burgueses preocupados por la salvación de sus allegados, con anotaciones conventuales de las oraciones contratadas para determinados difuntos, parece la aplicación a los sobrenatural de un código de comercio. Sobre la memoria ancestral y colectiva, acaba por imponerse la preocupación por la salvación individual.

La balada de François Villon aludida al comienzo de estas líneas presenta al poeta hablando en primera persona, anticipa el ajusticiamiento que le espera y, al dar voz a su propio cadáver, pide a los viandantes que rueguen por su alma mostrando la mayor soledad y abandono. El poema del poeta parisino supone el final de un proceso iniciado en el siglo XIII que ha transformado el sentimiento hacia la muerte por el éxodo rural y su desarraigo, la ruptura con lazos de antepasados, la urbanización; además de la crisis y mortalidades de la guerra de los Cien Años. La representación de lo macabro con cuerpos en descomposición se destina a provocar temor y arrepentimiento; pero inevitablemente también provoca el terror a la destrucción de la propia individualidad. La Edad Media, en la que proliferaron tantos relatos como arte de amar, acabará, en la segunda mitad del siglo XV con numerosos tratados sobre el “arte de morir”.

Robert le Clerc d’Arras es clérigo y vecino de Arras como lo indica su nombre y en sus Vers de la Mort se hacen presentes ambas circunstancias. Él se presenta también en una de las estrofas y no faltan otras consagradas a sus habitantes. Aunque los Versos de Hélinand de Froidmont han ensombrecido, a ojos de los estudiosos, la importancia de los de Robert le Clerc, los de este autor, en la segunda mitad del siglo XIII, y en un poema más extenso -del medio centenar de estrofas del anterior pasa a trescientas doce- con gran aliento poético hace una crítica moral de la sociedad que le rodea. El abuso de los poderosos, el enriquecimiento indebido por el robo y la usura; la codicia, la lujuria y la gula; la hipocresía de los clérigos, la coquetería de las mujeres; los excesos de abogados y usureros. En suma, denuncia la perversión moral -lo que eufemísticamente llamamos hoy crisis de valores– de la sociedad monetaria y urbana del siglo XIII.

La profesora Martínez Pérez nos ofrece una buena información sobre este autor y una traducción necesaria y oportuna ya que es la primera que se hace a nuestra lengua de un poema del que los estudios recientes han descubierto su importancia. Su traducción lleva la garantía del conocimiento de la literatura francesa del siglo XIII demostrado en trabajos anteriores; y su experiencia en esta tarea con otros autores de este siglo como Rutebeuf, Adam de la Halle, Jean Bodel o Baude Fastoul avalan el rigor del libro que tienen el lector en sus manos.
 
 
Fernando Carmona Fernández

 
 
 
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